¡Abismo de luz!
Contemplándote me estremezco de ansias divinas.
Arrojarme a tu altura ¡ésa es mi profundidad!
Cobijarme en tu pureza ¡ésa es mi inocencia!
Al dios su belleza lo encubre:
así me ocultas tú tus estrellas.
No hablas: así me anuncias tu sabiduría.
Mudo sobre el mar rugiente has salido hoy para mí,
tu amor y tu pudor se revelan a mi rugiente alma.
El que hayas venido bello a mí,
encubierto en tu belleza, el que mudo me hables,
manifiesto en tu sabiduría:
¡Oh, cómo no iba yo a adivinar todos los pudores de tu alma!
¡Antes del sol has venido a mí tú, el más solitario de todos!
Somos amigos desde el comienzo:
comunes nos son el pesar y el terror y la hondura;
hasta el sol nos es común.
No hablamos entre nosotros, pues sabemos demasiadas cosas:
callamos juntos, sonreímos juntos a nuestro saber.
¿No eres tú acaso la luz para mi fuego?
¿No tienes tú el alma gemela de mi conocimiento?
Juntos aprendimos todo; juntos aprendimos a ascender
por encima de nosotros hacia nosotros mismos,
y a sonreír sin nubes...
a sonreír sin nubes hacia abajo, con ojos luminosos
y desde una remota lejanía,
mientras debajo de nosotros
la coacción y la finalidad y la culpa
exhalan vapores como si fuesen lluvia.
Estoy enojado con las nubes pasajeras,
con esos gatos de presa que furtivamente se deslizan:
nos quitan a ti y a mí lo que nos es común:
el inmenso e ilimitado decir ¡sí! y ¡amén!.
(...)
El mundo es profundo: y más profundo de lo que nunca ha pensado el día.
No a todas las cosas les es lícito tener palabras antes del día.
Pero el día viene: ¡por eso ahora nos separamos!
Oh cielo por encima de mí, ¡tú pudoroso! ¡ardiente!
¡Oh tú, felicidad mía antes de la salida del sol!
El día viene: ¡por eso ahora nos separamos!
Así habló Zaratustra.
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